Fernando, mi nuevo compañero en el periódico, está convencido de que siempre llega tarde a los buenos tiempos. Llegó tarde a los tiempos en los que Radio Nacional de España pagaba bien a todos sus empleados, a los tiempos en los que la radio pública contrataba a periodistas recién licenciados. Llegó tarde a la época de alquileres asequibles en Madrid (él es de Zamora). Y llegó tarde a Expansión, el periódico en el que ahora trabajamos los dos, donde hace años subían el salario conforme al IPC -de eso ha pasado una eternidad, más de un decenio-, daban cheques restaurante y existía El Relax, un templo muy querido por los expansionistas más juerguistas. Desde luego, los buenos tiempos del Relax seguimos echándolos de menos los más veteranos.
El Relax de las noches siempre tuvo un aura de café lujurioso. Nunca he entrado en un puticlub, pero había quienes decían que lo parecía. La comparación no hace justicia al trato que nos dispensaban Joaquín, su mujer -la cocinera-, el hijo de Joaquín (“Atractivito”, decía mi amiga Bea) o Pedro, tan despistado como servicial con todos nosotros.
Entrar en El Relax te hacía sentir importante, en parte porque siempre nos hablaban de usted. La Mahou Cinco Estrellas estaba siempre fresquita y la comida jamás nos decepcionó. Con el tiempo, las mesas para cuatro fueron apilándose hasta juntarnos quince comensales, especialmente, los viernes, cuando Joaquín nos ofrecía las míticas “hamburguesitas”, cuya carne era infinitamente peor que los buenos ratos que organizábamos en torno a esa excusa.
Porque las conversaciones que nos evocaba estar allí, todos juntos, siempre era lo más interesante del Relax, un lugar que para muchos solteros (y algún que otro casado) se convirtió en una especie de segunda casa, después de la de Expansión, y antes de nuestra residencia.
Por eso no era raro que, tras el cierre, el mejor plan no fuera sentarse delante del televisor a cenar cualquier cosa, sino reunirnos en El Relax a tomar una cerveza y sacarle algo de jugo a una jornada que ya se nos escapaba. Esa cerveza, siempre acompañada de un buen pincho, acababa multiplicando su contenido por cinco y, a veces, incluso encargábamos una cena en compañía que nos garantizase -o eso pensábamos- cierta sobriedad antes de saltar a cualquier otro bar, si es que seguíamos allí a la una de la madrugada, cuando Joaquín, el bueno de Pedro y Atractivito cerraban el local para ofrecer desayunos a la mañana siguiente. Aquel templo fue tugurio y refugio. Nuestro gran lugar de encuentro.
También Manuel del Pozo, Augusto González y Carmen Méndez, todos históricos de Expansión, eran asiduos a las sobremesas del Relax, como muchos otros reporteros de El Mundo y Marca, las cabeceras hermanas del periódico económico. Debido a la escasa oferta gastronómica del barrio de Hortaleza, a las buenas maneras de Joaquín o al arte con el que preparaba sus brebajes en copitas de balón, el Relax tenía la virtud de congregar a muchos de los periodistas que en aquella época trabajaban en nuestra empresa, algunos de los cuales les profesaban auténtica devoción. No dudo que más de uno escribiera allí mismo sus artículos mientras apuraba la segunda o tercera copa después de comer un menú de doce euros. Hay incluso quien publicó reportajes sobre El Relax, que Joaquín, orgulloso, lucía enmarcados en la pared.
Es cierto: Fernando ha llegado tarde a aquellos buenos tiempos… unos buenos tiempos que acabaron abruptamente para aquel pequeño local. A Pedro se lo llevó por delante una enfermedad que lo fulminó en apenas unos meses. Atractivito fue víctima del ataque de un borracho que, una noche, le estampó una de las copitas de balón en el cuello. Salvó la vida de milagro, pero abandonó su trabajo unas semanas después.
Abatido por el suceso de su hijo y por el fallecimiento de Pedro, Joaquín decidió jubilarse y traspasar el local. Sus nuevos dueños renovaron el mobiliario, cambiaron el nombre y abrieron otro restaurante. Pero aquellas paredes jamás recobraron su viejo encanto.
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