Cuando uno viaja a veces sucede que el destino que esperaba encontrar es del todo distinto del que descubre a su llegada. No ocurre lo mismo en el caso de Katmandú. La ciudad es una hipérbole de cómo la imaginaba: caótica, tradicional y con un tráfico abrumador. Sus arterias son una sucesión de edificios construidos a media altura y algunos de ellos están parcialmente destruidos tras el terremoto de abril de 2015. Sus calles, salpicadas de templos hinduistas y budistas, huelen a curry, a carne podrida, a incienso y a contaminación, a pesar de lo cual, me resultan embriagadoramente encantadoras.
La paciencia, la hospitalidad y la sonrisa constantes del nepalí hacen de Katmandú una ciudad acogedora, dinámica y alegre. Miro a estas personas y me cuesta entender de dónde sacan su fortaleza. Casi todas ellas perdieron a algún amigo o familiar en un seísmo que duró 54 eternos segundos, tuvo una potencia de 7,8 grados en la escala de Richter y mató a más de 8.500 personas, sobre todo aquí, en el valle de Katmandú. Las heridas de tanta devastación siguen siendo visibles un año y cuatro meses después.
Las calles y carreteras están cubiertas de polvo, los edificios parecen enfermos a los que hubieran amputado alguna de sus extremidades, muchos muestran sus entrañas de acero asomando entre bloques de hormigón. Donde antes se levantaba una altura más, un balcón o, incluso, como vimos hace unos días, un puente, hoy solo quedan ruinas. Trato de imaginar cómo era este cochambroso Katmandú antes de aquel 25 de abril de 2015 y, quizá engañándome o, tal vez, conteniendo mi fantasía, renace majestuoso en mi mente.
Las inundaciones causadas este año por el monzón (cuyo paso ha arrasado las provincias del sur y ha costado la vida de más de medio centenar de personas) y el bloqueo económico que India impuso a Nepal desde octubre de 2015 hasta febrero de 2016 tampoco han ayudado a este pequeño país que seguramente ni tú sepas ubicar en el mapa.
¿De dónde brota la amabilidad del nepalí? Quizá pueda explicarse porque, como nos dijo Ramesh Maharjan, un trabajador de Mahaguthi -la empresa de artesanía en la que estamos haciendo nuestro voluntariado y que rige su política de acuerdo con los principios del comercio justo- “para nosotros nuestros huéspedes son como nuestros dioses”.

Nepal es el país en el que nació Siddhartha Gautama (el príncipe que hace 25 siglos se convirtió en Buda tras alcanzar la iluminación), sin embargo, sólo el 20% de la población es budista. El 80% restante practica el Hinduismo.
Los templos hindúes y, en menor medida, las estupas y monasterios budistas tatúan la piel de esta ciudad. Alguien nos ha dicho que este estilo arquitectónico de las pagodas newares inspiró el de las que hoy todos admiramos en China o Japón. Pero Katmandú no sólo cuenta con santuarios imponentes como lugares de culto. Un pequeño paseo por Patan, el barrio en el que residimos, es más que suficiente para descubrir estatuas de deidades y de Budas, baldosas sagradas, templetes y callejuelas en las que los feligreses presentan ofrendas a sus dioses en altares incrustados en paredes o escondidos en patios interiores.
Es sobre la religión y la espiritualidad sobre los que gira buena parte de las relaciones que el nepalí mantiene con su familia y amigos. Así, por ejemplo, sólo dos días después de instalarnos en nuestro hostal, una familia newar que celebraba el primer aniversario de la muerte de la abuela nos invitó a formar parte de la ceremonia. Nosotros, que siempre tratamos de fundirnos con las costumbres locales, aceptamos encantados el ofrecimiento. Cenamos de modo tradicional: sentados descalzos sobre una alfombra desplegada en la calle. El banquete, que degustamos sin cubiertos, incluyó beaten rice (una especie de arroz prensado), carne de búfalo, champiñones, bambú, una porción de leche frita, legumbres, yogur y pepino, todo aliñado con raksi, un licor artesanal destilado del mijo que tiene un 80% de graduación.

El sentimiento de comunidad newar hace tiempo que se perdió en España. Y me pregunto por qué. Hasta qué punto el individualismo extremo que dirige nuestras vidas ha acabado con un valor tan universal y ancestral. Aquí las personas no compiten, se ayudan. En España hablar de colaboración resulta una actitud casi transgresora.
Observo a los nepalíes de nuevo y sólo puedo pensar que ¡tenemos tanto que reaprender de ellos! Reaprender a vivir en el ahora, a superar las adversidades de la vida, a ser pacientes, a respetar y a respetarnos a nosotros mismos.
Cuando he viajado a países como Cuba, Cabo Verde, Panamá, Turquía o, ahora, Nepal, siempre me ha pasado lo mismo: al principio me he sentido indefensa y descolocada fuera de España, pero a los pocos días he acabado enamorándome de sus pueblos. Y cada vez me convenzo más de que, a pesar de lo que percibamos en nuestro día a día, el mundo real se parece más a estos países que a nuestra pequeña y vieja Europa.
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