cuentos

Sucedió en La Habana

Hace tres años que Héctor vive en Centro Habana y todavía no ha conseguido acostumbrarse al olor a basura de sus calles, a las casas cochambrosas del barrio y a las muchachas bonitas que cada día pasean por delante del hostal en el que se aloja.

El recuerdo de Alicia alarga sus noches hasta el amanecer. A veces quiere bajar al malecón y buscar una jinetera con la que aplacar su ansia de carne joven, pero a sus 56 años se siente despreciable solo de pensarlo. La luz de la mañana lo sorprende despierto. Se viste y baja a beber una Bucanero al mugriento bar de la calle Lealtad, a sólo tres bloques del hostal.

Aunque es temprano, varios hombres se despachan a gusto con la joven camarera. Milagros ríe cuando ellos la llaman “linda” o le proponen un boyfriend cubano. Héctor mira sus largas piernas y su turgente trasero y no puede creer que la joven tenga 20 años. Más bien él diría que no pasa de los catorce. Pero la mujer cubana es así: tierna hasta los cuarenta y generosa hasta la muerte. Saca tres pesos cubanos y le pide a la linda una cerveza.

La mira de reojo mientras la bebe. No es el único que la observa. Al otro lado de la barra, un mexicano sudoroso y con sombrero panameño se humedece los labios mientras la mira de arriba abajo. “Ponme un mojito, negrona”, le dice. Milagros se contornea mientras agarra la botella de ron. Le seduce sin mirarle. Le sirve el cocktail. Héctor le da un trago a su cerveza. Vuelve a mirar al mexicano. Ahora se sonríe mientras da un primer sorbo al mojito.

A Héctor no le gusta su actitud. Quizá sea porque sabe que Milagros tiene una vida difícil en La Habana. Con una hija de tres años y una madre que vende fruta en la esquina, oyó decir que en su casa apenas entran 250 pesos al mes, el equivalente a diez euros. Por eso, aunque comprende el deseo del mexicano, no aprueba su manera de mirarle el pequeño escote. “¿Sabe, negrona?”, oye que le dice, “usted tiene un cuerpito perfecto. Podría hacerle ganar muchos pesos en México. ¿Nunca ha pensado en ser actriz?”. La niña se ruboriza, sonríe y mira al suelo al tiempo que dice: “Gracias, señor. No, aquí una no puede permitirse esos planes”. “Ya veo, mi niña. Es una pena porque usted parece tener mucho talento -otra gota de sudor cae junto a las comisuras de los labios del mexicano-. Créame que si yo estuviera en mi tierra, ahora mismo haría que la llevaran directamente a Hollywood, ¿ha oído alguna vez hablar de la Meca del cine?”.

Héctor niega con la cabeza para sí mismo mientras apura un último trago de su cerveza y se levanta para ir al servicio. Desde la letrina oye entrar a un agente de la policía local. Saluda al mexicano. Parece que se llama Manuel. “¿Me manda recuerdos la chinga de su madre, jefe?”, le responde el cliente sin dejar de mirar la cintura de Milagros. “Cállese Manuel, si no quiere tener problemas con la autoridad”, le dice el agente en tono jocoso. Héctor se sube la bragueta, se sienta de nuevo en la barra y pide otro trago. Ahora no oye lo que dicen los dos hombres. Por alguna razón han bajado el tono de sus voces hasta casi el susurro. El mexicano le pasa disimuladamente unos billetes de cien pesos al agente. El agente se los guarda y ya en voz alta le dice: “No beba mucho, jefe, no vaya a tener que apresarlo”. Pide una cerveza y se retira con ella a una mesa del fondo. Lee el Granma a solas. Manuel vuelve a ensimismarse con la joven: “Negrona, y si le dijera que puedo llenarle su bolsillito de pesos convertibles. Esos valen 25 veces más que el peso cubano”. La chica asiente con la cabeza y añade un tímido: “Lo sé, señor”. “Sólo tendría que acompañarme a formalizar unos papeles a mi casa, no le llevará más de veinte minutitos de nada, mi amor, ¿cree que podría venir ahora? Debo atender otros asuntos a la tarde y no tengo más chance de dedicarle mi atención, señorita”. Héctor se revuelve en su taburete. “Ahora debo atender mi trabajo, señor”, responde triste Milagros. “Seguro que este trabajo no le llevará toda la vida, mi reina. Venga conmigo y jamás tendrá que volver a este lugar que no es digno de su talento”. Milagros duda. Mira hacia Héctor. Héctor retira la mirada y fija su vista en las niñas que juegan a ser mayores tras la sucia ventana. “No lo piense más, mi amor”. El mexicano se mete tras el mostrador y agarra a la chica por la cintura, la acerca hacia él. Sus labios mojados rozan la cara de Milagros. Milagros se incomoda. “No me toque señor, no me gusta que se me acerquen tanto”. “Ya te gustará, negrona”. “¡Déjeme señor!”. El sucio mexicano le chupa el moflete. Ella grita. Héctor se levanta bruscamente de la silla lanzándola despedida hacia atrás: “No ha oído lo que le dice la chica, ¡déjela en paz!”. El agente interrumpe la lectura de su periódico.

“Vaya, vaya, vaya… parece que tenemos un españolito por aquí. Uno de la Madre Patria. ¿Lo sabías, mi niña? Así es como llaman al sucio país que invadió esta región: Madre Patria.” “¡He dicho que la dejes en paz!” “Esta mujer y yo estamos conversando de negocios, como adultos que somos”. “No parece que ella esté muy cómoda, ¿lo estás, Milagros?” Milagros baja la cabeza, llora en silencio. “Lo ve, españolito. Ella está bien, así que ¡déjenos!”. Héctor mira hacia la ventana. Las niñas han dejado de jugar. Ahora se agolpan tras los cristales para ver qué está pasando dentro. Con un movimiento casi reflejo, Héctor gira la cabeza, rompe la botella de cerveza contra la barra, se lanza con fiereza contra el mexicano, le clava el vidrio en el cuello. Milagros chilla. El agente dispara. Héctor cae muerto junto al mexicano, que se desangra. La chica se abalanza sobre Héctor e implora a los santos por su vida. Pero los santos no la oyen. Héctor mantiene los ojos abiertos. Sonríe por primera vez desde que llegó a La Habana.

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