
— Hola, buenas noches, ¿con quién hablo?
— Hola, ¿qué tal? Me llamo Antonio.
— Hola Antonio, bienvenido al programa. ¿Cómo estás?
— Pues un poco nerviosillo. Nunca me he atrevido a llamar a la radio, así que, bueno, espero que los oyentes me disculpen si me trabo o no me explico muy bien.
— Tranquilo, cuéntanos.
— Llamo porque estoy hecho un lío. Hace seis años que estoy casado con Lea, mi novia de toda la vida. Siempre nos ha ido bien, pero hace casi uno descubrimos que ella no puede tener hijos y, desde entonces, todo se ha torcido un poco.
— ¿A qué te refieres con que “se ha torcido”, Antonio?
— Pues a que hemos empezado a discutir mucho y a que… quizá por eso, he empezado a sentir algo por una compañera de trabajo.
— Vaya, ¿te refieres a una atracción física?
— Sí. Mientras que en casa son todo lágrimas, Sara se ha convertido en esa persona con la que puedo mostrarme tal y como soy. O quizá sea que me gusta cómo soy cuando estoy con ella, cuando me mira, cuando me escucha, no sé…
— Entonces parece algo más que una simple atracción física.
— Así es.
— ¿Y has decidido llamar a la radio porque estás asustado?
— Sí, no quiero hacer daño a Lea. Y me asusto porque es la primera vez que siento algo tan fuerte por alguien. Es como si Sara y yo estuviéramos predestinados a estar juntos…
— ¿Crees en el Destino, Antonio?
— En realidad, no. Bueno, es curioso. Una vez, Lea y yo estábamos tomando una cerveza en el bar de abajo y se nos acercó una pitonisa de esas que leen la mano. Nunca había creído en esas chorradas, pero le pagué unos céntimos para que leyera las grietas de las palmas de Lea y Lea insistió en que le diera un euro más, que no hacerlo podría traernos mala suerte o no sé qué. Se lo di y, entonces, la gitana fijó sus ojos en mí y dijo algo sobre que debía dejarme llevar, que yo era como un caballo con orejeras que trota sin mirar hacia los lados y que tenía que atreverme a vivir.
— Bonita metáfora…
— Sí, el caso es que, cuando Lea convirtió mi hogar en un rincón donde explotar su culpabilidad, las palabras de la vieja han vuelto a mi cabeza como un bumerán cargado de razones para entregarme a los brazos de Sara.
— ¿Desde cuándo conoces a Sara?
— Desde hace tiempo. Pero ella es la típica compañera de trabajo en la que nunca te fijas. Una mujer que siempre parece triste, salvo cuando habla de sus tres hijos.
— Sara sí puede ser madre…
— Sí, pero esa no es la razón por la que me estoy enamorando de ella. Recuerdo como si fuera ayer el día en el que todo esto empezó. Yo había llegado a la oficina sin haber pegado ojo. Lea se había pasado toda la noche gritando que no era feliz, que estaba destruyendo nuestra pequeña familia y que el piso se le venía encima. Cuando se lo conté a mis compañeros, Sara me dijo que su marido le montaba la misma escena casi a diario. Así supe que vivía con una persona que padece un trastorno obsesivo compulsivo con las grietas de su casa. Su situación, como la de Lea, se había vuelto insoportable durante los últimos meses, pero Sara aguantaba porque sentía que tenía que cuidar de Oliver. Comprendí perfectamente lo que decía.
— Entiendo que Oliver es su marido.
— Sí, claro.
— Vale, ¿qué pasó luego?
— Pues que en pocos días nos convertimos en un bálsamo el uno para el otro. Nos juntábamos en la máquina de café y hablábamos sobre lo que sucedía en nuestras casas. A las dos o tres semanas, las conversaciones empezaron a centrarse en nosotros mismos, desde lo más insignificante -como cuál era nuestra canción favorita-, hasta lo más profundo -como por qué aspecto de nuestra vida nos sentíamos más agradecidos.
— Bueno, tal y como lo describes más que de amor, parece una relación de amistad.
— Pero es que no es sólo una amistad. Con Sara cada rutina es idílica: chequear el correo, por ejemplo, se ha convertido en una de las actividades más deliciosas de mi jornada laboral. Ahora tengo ganas de aprender cosas nuevas, de ser mejor persona. He vuelto a apuntarme a natación, leo ensayos de psicología y voy mucho al cine. Las películas las veo con Lea, pero intento analizarlas en detalle para comentarlas al día siguiente con Sara. Cuando lo hago, ella me escucha muy atentamente con su café en la mano y yo… yo simplemente siento que el mundo alrededor de nosotros desaparece.
— ¿Lo has hablado con Lea, Antonio?
— No.
— ¿Y con Sara?
— Sí, pero ella está más confundida que yo.
— ¿Qué vas a hacer?
— No lo sé, creo que por eso os he llamado, para hablarlo con personas ajenas a todo esto y aclararme un poco.
— Bueno, quizá algún oyente haya pasado por una situación similar y pueda ayudarte.
— Espero que sí. Esta tarde escribí una lista con los pros y contras de romper con Lea.
— No es mala idea. ¿Has sacado alguna conclusión?
— Pues lo primero que me sale es que me gustaría ayudarla. Juntos hemos superado situaciones más difíciles que ésta y también hemos vivido momentos demasiado felices como para dejarlos atrás.
— Parecen motivos importantes.
— Sí, pero a continuación escribo: “No estoy enamorado de ella”. O: “Cuando estoy con Sara me siento… en casa”… La verdad es que estoy hecho… un…
— ¿Antonio? ¿Antonio estás ahí? Te oímos muy bajito…
— No me vengas con éstas… estoy hablando con Tomás. Sí, a estas horas, ¿qué pasa?
— ¿Hola? Parece que Antonio tiene algún problema para continuar la conversación…
— ¡Deja de llorar, Lea!..
— Antonio, parece que estás hablando con tu mujer. No sé si deberíamos colgar…
— ¿Hola? Lo siento, Lea acaba de entrar en la habitación y acaba de preguntame que qué hago hablando a estas horas por teléfono y… estoy alucinando un poco… me está echando de casa…
— Tranquilo, Antonio. Cuelga el teléfono y hablad con calma. Antonio, oigo gritos de fondo.
— No pasa nada, tranquilos.
— Podemos llamarte mañana si quieres, Antonio. Sabes que en la radio somos muchos los amigos que estamos escuchando tu historia en directo.
— No tengo problema en que sigamos hablando. De hecho, lo agradezco…
— Vale… pero los gritos no paran… la situación es bastante incómoda…
— Lo siento, pero de verdad que ahora más que antes me ayuda no colgar el teléfono.
— De acuerdo. No sé… ¿quieres decirnos qué estás haciendo?
— Saliendo de casa. Lea me está persiguiendo a gritos. No sé si la oís, ahora me está pidiendo que cuelgue, que me quede, que lo hablemos, que lo necesita.
— ¿Y por qué no le haces caso?
— Porque no puedo. No quiero.
— ¿Pero dónde vas a ir, Antonio?
— A casa de Sara. Ya, ya sé que es tarde, pero no sé adónde ir si no.
— Quizá lo que hagas esta noche no tenga vuelta atrás, Antonio. ¿Lo has pensado?
— Es raro, debería estar muy agobiado pero, en realidad, siento una especie de…
— ¿De qué? ¿Qué ha sido ese golpe? ¿Antonio? ¡Dios mío! ¡Antonio, respóndenos…! ¿Qué son esos cristales? Estamos oyendo unos chillidos…
— Lo siento, señora… se me haaaa metido debajo…
— ¡Que esa mujer pare de chillar!
— No… no… no he podido hacer nada, señora, ha, ha, ha cruzado sin mirar…
— ¡Por favor, Antonio! ¡Dinos algo!
— ¡No, Dios mío! ¡Mi Antonio!
— ¿Lea?
— ¡Mi dulce Antonio!
— ¿Lea, nos oyes?
— ¡Se, se, se me ha e-e-e-echado encima, señora!
— ¡Lea!
— Creo que no respiras… ¡No respiras, mi amor!…
— ¡Hoooostia puta…! ¡Dentro publicidad!
(Sigue la serie ‘Grietas’ entrando aquí)
****
Recuerda que puedes suscribirte a estas historias haciendo clic aquí. Y que puedes compartirlas con quien tú quieras. Me harás feliz si ayudas a que esto crezca. ¡Hasta pronto!
Me encantan los relatos!
Me gustaMe gusta
Pingback: Grietas (3): Pepe – Garabatos de Tamara Vázquez
Pingback: Grietas (II): Maribel – Garabatos de Tamara Vázquez
Hola, no se que decir me ha gustado .mucho
Me gustaMe gusta
Muchas gracias por decírmelo, Faouzia. Un saludo :)
Me gustaMe gusta