
Se está haciendo más grande…
Oliver repasó con la uña del dedo la línea que una fisura dibujaba sobre la pared de su cuarto. Hacía dos años que se había mudado a una habitación de Tres Cantos y tenía la sensación de que aquella grieta no paraba de abrirse. Sabía que los ojos no acostumbrados a examinar la pequeña arruga apenas podían percibir su evolución. Pero su mirada, ejercitada a diario, así como unas marcas a lápiz que había pintado en la parte central de la fractura, le confirmaban que se había ensanchado un par de milímetros desde que la vio por primera vez.
La verdad es que, en esto de las grietas en la pared, había tenido muy mala suerte, pensó. Ya en el piso de Alcobendas, recordaba a su madre diciendo una y otra vez que cualquier día el techo se les vendría abajo con ella y sus dos hijos dentro. Cuando oían estas palabras, Oliver y Marisa, que entonces tendrían unos once años, echaban mucho de menos a su padre. Que los hubiera “abandonado” (esa era la palabra que utilizaba su madre) para casarse con una compañera de trabajo, les hacía añorar la sensación de calma y seguridad de cuando los cuatro vivían juntos. Desde que se fue, no había manera de que su madre controlara su obsesión cuando miraba las brechas del techo. Decía que era cuestión de tiempo que el edificio se desplomara, como unos meses antes habían visto en el telediario que le ocurrió a aquel edificio de la calle Argüelles de Madrid. Los tres acabaron mudándose cuando los gemelos cumplieron trece años.
El psicólogo le dijo en una ocasión a Oliver que la marcha de su padre había marcado su personalidad. Él nunca fue muy consciente de esa especie de tara, pero sí sabía que no era como otros hombres. Su mayor deseo no era ganar dinero, acostarse con muchas mujeres o cosechar un gran reconocimiento profesional. Él ante todo quería ser un buen padre. Formar una familia y verla crecer cada día. Y, en parte, lo había conseguido. Conoció a Sara en la fiesta de un amigo y, tres meses después, dejó Alcobendas para vivir con ella en el céntrico barrio de Chamberí. Un año más tarde ella le dijo, algo apurada, que estaba embarazada de siete semanas. Y Oliver lloró de felicidad. Después de Salvador, llegó Víctor y, por fin, la pequeña Begoña. Cuando la niña cumplió tres años, decidieron mudarse a un piso más grande de la periferia para que sus tres hijos tuvieran una habitación propia.
La convivencia con su joven familia, que hasta ese momento le había regalado los meses más felices de su vida, cambió cuando Oliver descubrió esa pequeña imperfección en la pared del cuarto de su hija. Al principio no le dio mucha importancia, pero a las semanas, Sara empezó a preocuparse por el cambio del comportamiento de su marido.
Cada mañana, mientras la familia desayunaba en la cocina, Oliver se escapaba para evaluar cómo había avanzado la grieta durante la noche. Se estaba haciendo más grande, le decía a Sara cuando se despedía para ir a trabajar. Al volver, daba un beso a los niños, charlaba un rato con su mujer y luego volvía al cuarto de Begoña. La pequeña empezó a tener miedo de dormir en la habitación porque sospechaba que podría morir aplastada por la vecina gorda del quinto. Oliver le prometía que él la protegería siempre y movía la cama de un lado a otro de la habitación tratando de alejar la almohada lo más posible de la pared defectuosa. Era un ritual que seguía cada noche y lo hacía con cuidado, pues temía que el ligero temblor de arrastrar el lecho pudiera romper el equilibrio que mantenía todavía unidos por los extremos los dos lados de la pared.
A los meses, la preocupación de Sara se tornó en desesperación. Luego la desesperación se convirtió en miedo. “¿Quieres dejarlo ya, Oliver? A esta habitación no le pasa nada”, le pedía Sara. Pero él repasaba con el dedo la depresión de la pared y respondía: “Se está haciendo más grande, cariño”. Y así, poco a poco, llegó el día en el que Oliver dejó de desayunar con sus hijos, se olvidó de charlar con su mujer y pidió una baja por depresión en el trabajo para montar guardia y vigilar desde la cama de Begoña que ese maldito tajo, que se abría hipnótico hacia la calle y que estaba ramificándose por los muros contiguos, no acabara desprendiendo una parte de la casa hacia el vacío.
Ahora, cuando observaba esa fisura de la habitación de la Clínica San Andrés de Tres Cantos en la que vivía desde hacía dos años, no alcanzaba a recordar con exactitud el día en el que Sara decidió hacer la maletas y volver a casa de sus padres con los tres niños. No puedo más, Oliver: nos vamos, creía haberla oído susurrar. Pero esas palabras (o las que en realidad emplease) escaparon entre la decena de rendijas que recorrían los muros de Oliver.
“La verdad es que, en esto de las grietas, he tenido mala suerte”, volvió a pensar el hombre. Y siguió dibujando con la uña la línea que trepaba peligrosamente hacia el techo del hospital.
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