—¡Qué clase de broma es ésta! —gritó Mario en medio de aquel andén sin personas ni trenes.
El rugir de su propio eco alejándose por los túneles le confirmó que no había nadie más allí. Era martes, tenía 34 años y estaba completamente solo. No “solo” retóricamente, sino “solo” en su sentido más amplio y literal.
Como si hubiera despertado dentro de una pesadilla, aquella mañana la radio despertador no sonó. No había nadie en la emisora que charlara con sus oyentes o que, en el peor de los casos, improvisase un hilo musical. La televisión también estaba en negro. Los vecinos e, incluso, las mascotas de sus vecinos, habían desaparecido. Estaba S-O-L-O. Y asustado.
Bajó corriendo las escaleras de su edificio y no encontró un alma por las calles, como tampoco la halló en aquella estación de metro.
—¿Qué está pasando, Dios? —sollozó Mario dejándose caer en mitad de aquel pasillo en el que todavía creía oír resonar el trasiego del día anterior.
Las horas de desasosiego se convirtieron en semanas, pero el paso del tiempo no hizo que nadie regresara a la ciudad. Bajo el cielo descongestionado de polución reinaba un silencio atronador, sólo interrumpido por las conversaciones que mantenía consigo mismo y por el sonido de los semáforos que, ajenos a lo que sucedía a su alrededor, continuaban ordenando la circulación de las calles.
Una mañana Mario decidió adoptar un osito de peluche que encontró postrado junto a un cubo de basura. Lo llamó “Oso” y, como si de un niño se tratara, lo convirtió en su mejor amigo. Durante el día reían y charlaban y, por la noche, dormían abrazados. Al hombre le gustaba especialmente la costura que el oso tenía alrededor de su cuello. Lo convertía en un amigo vulnerable y noble.
—¿Sabes, Oso? Yo creo que tengo posibilidades con Ana. Siempre suele mirarme de reojo cuando paso por su mesa en la oficina… Que ya… no hace falta que me digas que tiene novio, eso no quita que se fije en otros…
—Cuando todo vuelva a la normalidad empezaré a jugar a la lotería. Estoy harto de trabajar. Ya sé hasta la casa que quiero comprarme, ¿te la enseño?
—¿Has visto la última película de Tim Burton? La verdad es que a mí nunca me ha convencido del todo ese director, pero mi hermana dice que le dé una oportunidad. Que hay que cogerle el punto. No sé…
—Hoy no tengo sueño.
—Este frío se mete hasta en los huesos…
—¿Crees que volverán a por nosotros? Creo que voy a empezar a escribir un diario. La gente tiene que enterarse de que aquí está pasando algo raro… Cuando nos rescaten lo llevaré a la redacción de algún periódico. O a alguna editorial. Lo mismo nos forramos.
—¿Quieres un trago? ¿Por qué no respondes? ¡Que te den, me beberé yo solo la botella!
—¿Sigues sin querer hablar? Menudo amigo estás hecho, con esa sonrisa tonta y ese cuello desgajado… A saber qué le hiciste a tu anterior dueño…
—¿Me perdonas? Sabes que eres lo único que me queda…
Cuando el otoño dio paso al invierno, la desesperanza invadió el corazón de Mario. Una tarde, mientras bebía solo en la barra de un bar, comprendió que nunca más volvería a hablar con ningún ser humano. Oso era sólo un muñeco y, aunque no sabía cómo había sucedido, tenía clara una cosa: él, Mario Ochoa, era el último de su especie y rechazaba de plano ese honor. Subió al que durante tantos años había sido su cuarto. La habitación, llena de recuerdos, voces y fotografías, parecía un mausoleo de su vida. Colocó a Oso en la cama y, así, rodeado de los suyos, cogió la comba de su hermana, la amarró a la lámpara y se la ató al cuello. Miró por última vez a su último amigo y saltó del cajón que había colocado bajo sus pies.
Las lágrimas nublaron su vista cuando, tras romperse el cuello, distinguió el zumbido lejano de un helicóptero.
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